Notas sobre el Concurso Bienvenido a casa. Premio SOLVIA .
Los concursos de arquitectura han desaparecido de las cosas en las que nos entreteníamos cuando además teníamos muchísimo trabajo. Ya nadie habla de ellos, no hay ninguna razón para convocarlos, nadie los atiende. Significaron mucho en otro momento. Hubo concursos esenciales de los que surgieron propuestas radicales, imágenes y enunciados de referencia. En cierta manera, para cada uno de nosotros, el concurso fue una acción marcada por la singularidad, algo así como una posibilidad única: una propuesta, y la esperanza de que el resultado cambiara el curso de nuestras cosas. Ahora los despachos están vacíos, y nosotros mano sobre mano. Solicitudes de empleo en sitios ajenos a lo nuestro, mucha reconversión laboral, vaya. Y mucho viaje de negocios por el extranjero, a la búsqueda de un subempleo. Los mejores, casi todos fuera. Y no hablemos de las solicitudes para entrar en la academia. En fin….
Pero también ha sucedido otra cosa. Los que se han quedado, porque los que se han ido bastante tienen con sobrevivir, poco a poco han ido construyendo una nueva manera de situarse emocionalmente. Han encontrado una nueva forma de acción oportuna y optimista, han generado sus prácticas con una fuerte carga de conciencia positiva que ha llenado de significado la acción de quedarse y de persistir. Prácticas bizarras, a veces insólitas, que tienen en común algo extraordinario que las anteriores experiencias arquitectónicas anteriores nunca tuvieron: hay en las nuevas formas de práctica profesional un sentido optimista, desenfadado, aventurero, arriesgado, que las cualifica de una manera completamente distinta, única, respecto a lo ocurrido anteriormente. Hay ahora un sentido del trabajo como algo cercano, personal, allí donde antes las cosas y las ideas fueron intocables e inamovibles en su ortodoxia; un sentido en el que el trabajo, además de ser significativo profesionalmente, tiene una dimensión que lo vincula a la idea de hospitalidad, de acogida, de cuidado, donde antes solo había exclusividad, y una estereotipada originalidad; hay ahora un matiz erótico donde antes todo era exclusivamente heroico. Uso adjetivos adjetivos blandos para caracterizar una situación ni conocida ni comprobada, sin referencias y con un destino incierto, que pide argumentos nuevos para entender y vivir una situación cuya condición experimental está marcando fuertemente la subjetividad con la que se vive.
Una subjetividad que trata de hacer aparecer otros argumentos para unas nuevas correspondencias entre la arquitectura y la ciudadanía. Argumentos delicados para organizar un comprometido trasvase de experiencias que permitan la reconstrucción de lo arquitectónico en situaciones sino de igualdad entre el técnico y el ciudadano, porque tal simetría ni existe ni es cierta, si en términos de dar voz efectiva al otro, donde esa voz no sea un simulacro o una representación, sino un acontecimiento real. Argumentos capaces de construir círculos exóticos, inteligentes, bizarros, en los que pueda aparecer la condición de verdad que transforme los argumentos profesionales en argumentos políticos.
La ética de los cuidados, por ejemplo, una aportación ideológica que va a ser indispensable para entender cómo vamos a relacionarnos en un futuro inmediato sujetos y objetos, balancea la condición erotizada con la que se vive esta nueva oportunidad. Estamos aprendiendo a movernos, aprendiendo a reconstruir los procesos para construir los argumentos. ¿Lo veis? Ninguna práctica anterior había esgrimido con tanta claridad el encuentro con la tierra, con los objetos mismos, con esa belleza que identifica tan claramente el lugar conmigo, el yo con las cosas: yo soy el yo-lugar. ¿Y qué otra cosa es todo esto sino una nueva subjetividad?
Obviamente toda esta propuesta no es solo una argumentación arquitectónica, pero también debe ser arquitectónica. O dicho de otra manera. Lo que debe ocurrir en arquitectura, eso es lo nuestro, debe reconstruir esa posición, construir argumentos, teorías, formular hipótesis; desplegar escenarios, performances, imágenes, narraciones; debe arriesgar, apostar, formular, equivocarse, incluso, para construir esa nueva subjetividad. Esa es la tarea. Eso es lo que debe suceder porque en realidad ya está sucediendo, fuera y dentro de la arquitectura. No es por tanto un deseo moral y mucho menos una acción voluntarista: construir formas de subjetividad arquitectónica avanzada, es una acción política.
Debe suceder eso y no lo contrario. Por ejemplo no debería suceder que se utilizara el concurso para valorar la capacidad especulativa de supuestos imaginarios que afianzan, incluso inteligentemente, por supuesto, argumentos aparentemente nuevos pero que ya han sido desplegados con anterioridad; no debería suceder que se juzgara la arquitectura del concurso al margen de la condición experimental e interactiva de los modelos desplegados; que se midieran viejas habilidades mostradas en esta ocasión con instrumentos ya, por muchas razones, caducos. No debería suceder que se descartaran, en base a argumentos de estricto realismo, propuestas en las que lo que se crea son escenarios alternativos de discusión de arquitectura como estadios previos a la arquitectura misma y en los que, de momento, solo se escenifica la controversia, se formula la pregunta. Por decirlo en otras palabras, entiendo que no debería ser un concurso de arquitectura al uso en el que se midiera una supuesta excelencia de los resultados, sino que se valorara la cualidad de esa subjetividad positiva y su capacidad para formular un nuevo enunciado arquitectónico.
Ninguna práctica arquitectónica anterior había producido una situación en la que la carga emocional que sopesa la realidad tuviera un correlato arquitectónico tan intenso y tan variado, donde la arquitectura se mostrara simultáneamente como un producto y como un servicio. En realidad sólo Cedric Price había trabajado en solitario en esta dirección. Fue el primero en verse él mismo como un arquitecto más atento a suministrar servicios como generadores de espacio, y fue él el primero en formula que una arquitectura no tiene por qué ser un edificio, ni un edificio un objeto.
Tal vez por ello el concurso, este concurso en concreto, no es aún el que debe buscar una solución arquitectónica, sino un concurso responsable de accionar vínculos emocionales y subjetivos para evidenciar ese estado mental alternativo. Producir las condiciones de existencia de las nuevas ideas es, en momentos determinados, mucho más valioso, acertado, eficiente, que la búsqueda ciega, repetitiva, de esas nuevas ideas. Este es, creo, uno de esos momentos.
Y el éxito del concurso debería buscar la capacidad de la arquitectura para convocar rituales que escenificaran nuevas formas de subjetividad. Rituales que explicitaran abiertamente que esa subjetividad está produciendo una sensibilidad hacia las personas y hacia las cosas muy hermosa porque es polimórfica, ni lineal ni unívoca, sino interactiva y multidireccional. Y sería algo extraordinario que eso ocurriera, entre otras cosas, porque buscar esas propuestas ha sido siempre el destino de los grandes concursos de arquitectura.
Jose M. Torres Nadal
Dr. arquitecto. Catedrático Arquitectura Politécnica de la U. de Alicante
Agosto 2014
¿Siguen teniendo sentido los concursos de arquitectura?
11-09-2014